Diez tesis sobre el PPD y la ética pública
Déjenme, ante todo, agradecer al Partido por la Democracia, y a su Presidente, la invitación para intervenir en este Consejo y darles a conocer mis opiniones sobre la ética y la política, un tema que hoy día, sin ninguna duda, merece ser reflexionado atendidos los hechos de corrupción, las infracciones a la ley y las disputas en que se han visto involucrados militantes de diversos partidos de la Concertación y que agobian el ánimo de todos quienes se interesan por los asuntos públicos o participan directamente de ellos.
A fin de favorecer la discusión en torno al problema del que ahora debemos ocuparnos, voy a expresar mi punto de vista en la forma de diez tesis más o menos breves acerca de la relación entre ética y política en Chile.
Cada una de estas tesis intenta dar una respuesta a la siguiente pregunta: ¿por qué, a pesar que sabemos cómo debemos comportarnos en política, no somos capaces de hacerlo? ¿Por qué, a pesar que conocemos las reglas del buen comportamiento, no somos capaces de estar a la altura?
Mi primera tesis es que la política en Chile siempre ha sido clientelística, como lo prueba la vieja existencia de los political borkers y la práctica de entregar facultades extraordinarias a los presidentes electos.
Existe abundante evidencia a favor de esta primera tesis, pero creo que para darle plausibilidad basta que cite dos que se encuentran suficientemente acreditadas en la literatura.
Algunas investigaciones mostraron ya a principios de los años setenta -es decir, poco antes que el golpe militar interrumpiera a la democracia- que la política en Chile estaba estructurada en torno a personas cuya labor era intermediar entre los intereses individuales o particulares de los votantes, por una parte, y el poder central del estado, por la otra. Las investigaciones mostraron que la competencia política a nivel local estaba fuertemente ideologizada e inspirada por el sistema de partidos y que solía ser una competencia encarnizada a pesar que los municipios practicamente no poseían una disposición relevante de recursos ¿Qué explicaba esa paradoja consistente en que se luchara tan denodadamente por una estructura como las alcaldías que, en apariencia al menos, no poseían la capacidad de distribuir recursos? La explicación más plausible es que los poderes locales permitían operar como political brokers, en una especie de corretaje o de mediación hacia el poder central que -este sí- distribuía recursos y prebendas. En suma, lo que hoy día llamamos operadores existieron desde antiguo en Chile y eran verdaderos racimos de personas que se disputaban cargos locales para hacer gestión ante el poder central a favor de intereses individuales.
Y desde luego entre esos intereses individuales se encontraban los puestos de la administración estatal que se manejaron en Chile casi siempre como un botín a favor de quienes ganaban las elecciones.
Solemos olvidarlo, pero en Chile hasta el gobierno de Jorge Alessandri (el paradigma del buen comportamiento para la derecha) el Congreso Nacional confería facultades extraordinarias a los presidentes entrantes quienes, así, podían disponer de parte de esos cargos para quienes eran sus partidarios. La práctica de las facultades extraordinarias, la práctica del botín, se mantuvo durante los gobiernos de Frei y Allende por la via de contratar plantas paralelas, una costumbre en el manejo del estado que se ha mantenido luego durante los gobiernos de la Concertación.
Por supuesto, no se trata aquí de consolarse con la historia y alcanzar rapidamente la conclusión de que como las cosas siempre han sido así, debemos resignarnos a que sigan siendo de la misma forma.
Nada de eso.
Pero no sacaríamos nada con hablar de corrupción o de política clientelística si no somos capaces de ver la realidad y tomar nota de que se trata de una forma de conducta fuertemente arraigada en nuestra cultura política. Una forma de conducta, de otra parte, que tiene algunas explicaciones que quizá permitirían corregirla. La más obvia de todas es que nuestro país tiene una estructura asociativa más bien débil y una tradición de estado muy fuerte que ha estimulado el surgimiento de una cultura de la mendicidad hacia el estado que es aprovechada por quienes viven de la política.
Algo de eso, creo yo, le ha ocurrido desgraciadamente al Partido por la Democracia. Al fomentar la idea de un partido ciudadano, un partido que, como se decía hasta hace poco, lucha como un león por los intereses de la gente, estimuló la persistencia de ese patrón de conducta que -de acuerdo a la literatura- estaban generalizadas en Chile ya hacia comienzos de los setenta. Quizá una de las ocultas razones del éxito del PPD ha sido esta: su política ciudadana y de servicios ha conectado bien con esa tradición tan persistente en la cultura política chilena.
Alguien dirá que entonces todos los partidos tienen algo de eso. Es cierto. Todos tienen algo de eso, pero no todos tienen, como el Partido por la Democracia, los deberes y la responsabilidad histórica de ser un partido de gobierno. Los partidos de gobierno -no lo olvidemos- tienen deberes superiores a los de la oposición.
Mi segunda tesis es relativa a un defecto estructural de la política en Chile que atrapa a la centroizquierda en medio de una paradoja: hoy día la política requiere cada vez más dinero; pero los partidos de izquierda están lejos de las fuentes que lo producen.
Hoy día existen relaciones cada vez más estrechas entre el dinero y la política. En una palabra, no se puede hacer política sin dinero. Y mientras la derecha posee amplias fuentes de financiamiento privado o posibilidades de encubrir donaciones, ello no ocurre con los partidos de izquierda o centroizquierda que, para lograr visibilidad debe recurrir, mediante diversas artimañas, al dinero público. En esta materia, es justo decirlo, sería mentiroso poner a la derecha del lado de la virtud y a los partidos de la Concertación del lado del vicio. Todos han pecado, aunque de diversa forma, en esta materia y sería útil de una buena vez mejorar las formas de financiamiento público de la política.
Una política democrática de calidad es un bien público que requiere, en lo fundamental, ser financiado con cargo a rentas generales.
Si queremos contar con una política de calidad, una política que haga más vigorosa a la democracia y evite el abuso, debemos financiar con cargo a rentas generales a los partidos.
Mi tercera tesis alude a las oligarquías. En general, los partidos deben esmerarse por hacer circular las élites y por renovarlas. De otra manera surgen oligarquías y grupos que se acostumbran a vivir de la política y acaban aferrándose a ella a cualquier costo.
Estar largo tiempo en el poder genera ocasiones para la corrupción y para la captura del Estado. La razón de ello es que cuando las élites no circulan, se produce lo que pudiéramos llamar una pérdida de capital humano de parte de quienes se dedican a la política. Llega un momento en que quienes hacen política no saben hacer otra cosa y pedirles entonces que vivan fuera del Estado es como pedirle a un pez que viva fuera del agua, o de la pecera, podríamos decir hoy.
Para remediar este problema se requieren de reglas y de procedimientos que eviten las reelecciones indefinidas y permitan que las élites circulen y un sistema de administración estatal que suprima la discrecionalidad en la asignación de cargos, efectúe evaluación por desempeño y estimule la meritocracia.
Mi cuarta tesis se relaciona directamente con el Partido por la Democracia. El PPD posee una orientación instrumental que calza como un guante con el estilo clientelístico que estuvo arraigado en Chile desde antes del golpe militar y con la cultura aspiracional que ha surgido en Chile. Quizá esta haya sido la razón de su éxito repentino y quizá esté aquí también el germen de su fracaso.
Porque, para qué nos engañamos, nadie puede definirse a sí mismo como un partido instrumental. Un partido instrumental -que fue la definición original del PPD y que caló muy hondo en quienes hoy son sus militantes- es un partido, por supuesto, atractivo, porque evita las definiciones y permite que moros y cristianos, tirios y troyanos, formen parte de él. Un partido instrumental es por definición un partido amplio, tan amplio que arriesga el peligro de renunciar a cualquier criterio sustantivo que permita controlar la acción de sus militantes y de sus miembros, un partido que en vez de alimentar con ideas la acción colectiva la alimenta de pura voluntad de poder, un partido, en fin, que arriesga el peligro de que su único parámetro de éxito sea el electoral incluso a cambio de renunciar a todo.
Y la política, lo sabemos ustedes y yo, no puede hacerse únicamente de esa manera.
Es verdad que allí donde la política existe hay apetito por el poder y el deseo de instalarse en el Estado. Eso es cierto y sería torpe negarlo: quien se dedica a la política desea instalarse en el Estado y por eso la política supone, en algún sentido, un fuerte deseo del poder.
Pero la política no puede ser reducida a eso.
Los seres humanos se mueven por ideas y por intereses y en saber equilibrar ambas cosas, subordinando los intereses a las ideas, consiste la política democrática. Si la política democrática fuera la simple promoción de intereses, una simple lucha en la que el más sagaz y más rápido aplasta al más lento, en la que el pez más grande devora sin problemas al más chico, entonces carecería de toda dignidad y sería simplemente ¡la continuación del mercado o la continuación de la guerra por otros medios! Pero un partido que se quiere democrático y progresista y de izquierda como el PPD no puede creer eso: ¡no puede ser un partido donde el cinismo o el escepticismo se instale en sus principales líderes y contagie e infecte a los mejores de sus jóvenes militantes!
Pero ¿cuál podría ser el antídoto para este germen que, como digo, anida en el PPD y que acabará haciéndole daño?
No hay, me parece a mí, otro antídoto que las ideas. El PPD debe definir un puñado de ideas básicas que sean un poco más densas que la noción de ciudadanía, o de derechos de las minorías, que le gusta esgrimir de vez en cuando a algunos de sus dirigentes.
Las ONGs pueden sobrevivir y andar por el espacio público esgrimiendo el único lema de la ciudadanía y de los derechos, pero un partido político que aspire a orientar de verdad la vida colectiva y a modelar el futuro que tenemos en común debe ser capaz de ofrecer más que eso y no debe olvidar que sin ideas firmes y claras no es posible orientar la conducta.
Los partidos no pueden ser muy ideologizados, es cierto, pero hay algo peor y más dañino a veces que el exceso de ideología: se trata del nihilismo donde vale y finalmente nada importa.
Mi quinta tesis afirma que los partidos sin ideas, como yo creo ocurre con el PPD, estimulan las conductas facciosas que confunden la lealtad con los pactos de silencio, el triunfo en el corto plazo con el éxito y el protagonismo en los medios de comunicación con el genuino liderazgo.
Los padres fundadores de la democracia norteamericana siempre llamaron la atención acerca del peligro de las facciones para la vida democrática. Las facciones o las oligarquías partidarias son grupos de interés que en vez de competir, intentan por diversos medios tomar el control interno de los partidos hasta hacer de ellos una especie de marca que los dirigentes simplemente administran. Esta política del franchising reparte las candidaturas como si fueran licencias, los espacios de influencia como si fueran cuotas de mercado y siempre acaban cobrando el uso de la marca con el acceso a una porción de los fondos públicos.
Todo eso está ocurriendo hoy día mismo con el PPD.
Nada de esto, como ustedes comprenden, es muy digno y los partidos políticos en Chile deben luchar cotidianamente contra las facciones y las máquinas que toman su control y los desproveen de todo sentido del interés público. San Agustín, en la Ciudad de Dios, dice que los reinos sin justicia no son más que simples bandas de ladrones. Parafraseando a San Agustín podríamos decir que sin ideas firmes que orienten la conducta, los partidos equivalen a simples facciones, a meros grupos de presión que quieren capturar al estado.
Mi sexta tesis alude a las transformaciones que ha experimentado nuestro país y a la manera en que ello influye en nuestras pautas de comportamiento. Hoy día, como consecuencia de la expansión del consumo, estamos en un momento de tránsito cultural que exige de los partidos, más que nunca, la capacidad de orientar la conducta de sus miembros.
Uno de los fenómenos acerca de los que se ha llamado poco la atención es que en nuestro país estamos transitando a una sociedad donde las referencias que habitualmente permitían sujetar y orientar el comportamiento -desde la Iglesia al barrio- están desapareciendo. Ello es resultado de que hoy día, a diferencia de apenas ayer, el espacio público está poco a poco siendo más diverso y los viejos prestigios sociales se están redistribuyendo. Todo eso influye en un cambio en las pautas de comportamiento y en el surgimiento de un cierto relativismo a la hora de decidir qué cosas son correctas en la relación con nuestros semejantes y cuáles no. Por supuesto, no podemos pedirle a los partidos, o al PPD, que encare por sí sólo los desafíos de esas transformaciones, pero una conciencia más alerta y más reflexiva acerca de los desafíos de la modernización cultural resulta inevitable.
La autonomía individual y el deseo de éxito son muy importantes para una sociedad que se moderniza, pero ello requiere la existencia de unas pautas compartidas a nivel de nuestra cultura colectiva que es deber de los partidos contribuir a configurar.
La séptima tesis que deseo exponer ante ustedes es relativa a cuáles son los estándares de comportamiento exigibles en el ámbito de la política. En el ámbito de la política no basta con actuar dentro de la ley, hay que mantener una conducta que cultive la reciprocidad y las virtudes que están a la base de la democracia.
Por estos mismos días suele oírse de parte de aquellos sobre quienes pesan sospechas de corrupción, que ha de presumírseles inocentes y que en tanto los tribunales no digan la última palabra hay que suspender el juicio. Se dice que antes de emitir cualquier juicio hay que oír a los jueces y, como se decía hasta hace poco, dejar que las instituciones funcionen.
Pues bien. Debo decirles que yo no estoy de acuerdo con nada de eso.
Esas opiniones a la hora de la política y de eso que se llama ética pública son un error.
Los deberes de quienes aspiran a conducir el destino que tenemos en común son deberes superiores al simple respeto de la ley. Quienes se dedican a la política no pueden decir, como el resto de los ciudadanos, que son libres para hacer todo lo que la ley no prohíbe y que en ese ámbito nadie puede juzgarlos. Los políticos profesionales poseen un estándar de comportamiento más alto que la mera sujeción a la ley, están expuestos no sólo al juicio de los jueces, sino al escrutinio de la prensa y de la ciudadanía, que esperan que ellos den muestras, más que el común de los mortales, de que poseen virtudes cívicas, que son capaces de cultivar el diálogo y el respeto a los otros y a no saltarse las reglas con el único fin de ganar por cualquier medio.
La octava tesis es que hay que aprender de la experiencia en vez de esmerarse en olvidarla.
El PPD y la DC -es justo reconocerlo- ya habían experimentado alguna vez el bochorno de la corrupción o de la apariencia de corrupción y ninguno de los dos hizo lo necesario para extirparla, fuera de unas cuantas declaraciones más o menos retóricas que dejaron todo tal como antes. Olvidaron que la corrupción no es producto de la ignorancia, no es resultado del hecho que la gente desconozca las reglas del buen comportamiento y olvidaron que, por lo mismo, no se saca nada con recordar las reglas cuando se contravienen. Hay que cambiar las estructuras y los incentivos. Nada de eso, sin embargo, se hizo cuando este tipo de hechos ocurrieron el año 2003.
Desperdiciaron esa oportunidad y eso no debe ocurrir de nuevo.
La novena tesis -como ven, ya llego al final- es que en Chile hemos hecho del emprendimiento, de la innovación y de la audacia el paradigma de todas las virtudes. Y que todo eso ha perjudicado a la política democrática.
Desgraciadamente lo que es bueno para los negocios -la rapidez y la innovación- no es bueno para una política democrática.
La democracia requiere virtudes más sencillas y más quietas que aquellas que son necesarias para hacer un buen negocio. La política en vez de negocios rápidos, requiere acuerdos de largo plazo. En vez de dejarse hipnotizar por los intereses personales necesita creer y tener fe en que hay intereses comunes que a veces tienen primacía; en vez de sólo satisfacer intereses, requiere estar animada por el deseo de realizar ideas. Pero, desgraciadamente, en nuestro país hemos trasladado los códigos de los negocios a casi todas las esferas de la vida, incluída la política, y la izquierda en vez de hacer algo para evitar eso simplemente se ha sumado al coro de esa insensatez creyendo que eso equivale a la modernidad.
En fin, y ésta es mi última tesis, pienso que es necesario recordar a quienes han hecho de la política su vocación que la democracia es una empresa colectiva que reposa sobre el cultivo de algunas virtudes y el respeto de algunos valores. Y que si la democracia puede ser neutral y tolerante respecto de muchas cosas, no puede serlo respecto de sí misma.
La política democrática como aquella a la que cada uno de nosotros aspira, descansa sobre la idea que, en medio de la competencia por el poder, todos formamos parte de un mundo en común que debemos cuidar. Esa idea es la que permite que cada miembro de la comunidad política pueda transcender su subjetividad hasta encontrarse en un “nosotros” que favorece la comunicación y la vida compartida que son la base de la vida cívica, del diálogo y de la experiencia ciudadana.
Sin ese tipo de ideas y valores cívicos, la vida colectiva deja de ser un ámbito en común, con lealtades recíprocas entre sus miembros y por eso los partidos, más que cualquier otra organización, deben desarrollar entre sus miembros la idea que la democracia es una empresa común que compromete a todos los contemporáneos, pero también a quienes nos antecedieron y también a los que vendrán.
Ese tipo de compromiso cívico que los partidos deben contribuir a desarrollar, y sobre el que se soporta la democracia, es el único antídoto definitivo contra la corrupción, porque a fin de cuentas, y no debemos olvidarlo, la democracia no logra funcionar sino cuando un puñado de sus hombres y de sus mujeres son capaces de amar a su patria y a su comunidad más que a su propia alma.
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